jueves, 14 de julio de 2011

El baile de la Victoria

¿Tuvo padres? Probablemente, porque sabe que es humana. Pero si excluimos los conceptos amor y cariño, su única familia han sido ellos. Sus primeros recuerdos ya son en la fortaleza, hace ya... Ni lo sabe. Era todavía una niña pequeña. Recuerda los gritos, los golpes, las celdas,las muertes cotidianas de compañeros demasiado débiles. Recuerda cómo aprendió a aguantar el dolor, a permanecer en silencio, a olvidar, a deslizarse, a pelear, a seguir las órdenes.

Recuerda cómo le construyeron una vida después. Era pequeña, ágil, delicada. La educaron para ser la mejor bailarina y eso fue. La dotaron de una vida y de un pasado, de un nombre propio que todavía le suena raro. Le explicaron su cometido y un día entró en una compañía.

Ahora es la primera bailarina y va de gira mundial en gira mundial, a veces, en solitario. Tras cada actuación, siempre recibe flores. A veces, esas flores contienen un nombre, solo un nombre. Esa persona no verá amanecer el día siguiente. Nunca ha fallado. Y nadie, o casi nadie, sospecharía de ella. Casi nadie.

lunes, 11 de julio de 2011

Una especie de magia, el origen.

La tecnología suficientemente avanzada puede pasar por magia a ojos de profanos.
La realidad es un consenso, al fin y al cabo. Única, indivisible, inabarcable.
Vinieron hace tiempo, nos enseñaron y  se fueron.
Queda algo por ahí, tan poco.
Todos lo buscan.
Habría que saber que harán con ello.

domingo, 10 de julio de 2011

Cartas desde el exilio...

Pues sí... hubo guerras en los cielos,  algunas, las más incruentas, civiles. Por mil causas, el hermano se levantó contra el hermano y hubo vencedores y vencidos. Los vencidos construyeron sus pequeños reinos, si podían, antes de caer en el olvido, pero, antes o después, todos fueron desapareciendo, disueltos en la marea de dioses minúsculos.
Pero no todos los reinos perecieron. Algunos se mantenían, e incluso crecieron, alimentados por una fe impura, corrupta, maléfica, que parecía embriagar en distinto grado a la humanidad. Se alimentaban de odio, de rabia, de anhelos insanos... Y supieron contestar a esas llamadas, siempre entre sombras, siempre ocultos.

Y crearon reinos del mal donde lo abyecto era la norma. Alimentados por almas retorcidas, crecían y crecían en poder, tanto, que algunos incluso intentaban sus propias rebeliones, tanto que algunos escapaban e intentaban formar su propio reino, tanto que hubo que mandar agentes entre los humanos para detener males mayores que ellos mismos. 

Y ahora se pasea entre nosotros. Lo puedes encontrar en los lugares más oscuros, donde parece habitar lo maligno. ¿Añora su hogar? Poco, los sitios que frecuenta nada tienen que envidiar al lugar de dónde viene. No lo verás hacer gala de todo su poder, siempre fue sutil, lo normal allí de donde viene. Pero no le provoques.




Él no es sutil. Añora su Amor. Él Lo amaba, Lo amaba tanto que nunca sintió que Lo amara lo suficiente, que siempre quiso demostrarle mucho más amor. Y cómo Le gustaba lo puro y Le disgustaba lo impuro, empezó una cruzada contra el Maligno, allá donde la encontrase, sin importarle quién quedara en el camino. En Su infinita sabiduría, los elegidos para la Glora Eterna que era entrar a Su servicio hallarían el camino a Su Reino. Los demás, si eran incapaces de sentir Su Amor y Su Piedad, no merecían mejor destino que el que él les daba.
Un día, Él le habló. Le dijo que nunca más, que ya no era preciso su trabajo, que ahora el camino era diferente, que las cosas ya no se harían con castigos ni plagas. Se sintió muy afligido, pensando que todo aquello era por que no había hecho bien su trabajo. Y decidió aplicarse más.
Pero eso únicamente le valió Su desprecio y el exilio. Olvidó lo que había sido y vagó por el mundo bajo mil formas, hasta que se encontró con tal mal, tal mal hecho por los humanos, tal agonía, tal devastación, que recordó lo que era, y sintió de nuevo todo su poder. Pensó que Él lo alimentaba, pero no es así, es su propio dolor y rabia. Ahora se cree el instrumento de Su venganza, y sabe que nada, ni nadie, podrá detenerle hasta volver a casa.

viernes, 8 de julio de 2011

Noches de la ciudad

De alguna manera, a veces actúan juntos. Él es silencioso, escurridizo, distante. Usa su arco con maestría y es capaz de derrotar él sólo a multitud de enemigos. Lleva el pelo largo, y se diría que viste al estilo medieval. Ella es dicharachera, vivaz, con la réplica inteligente siempre en la boca, vestida como huida de los mosqueteros del rey. Hábil espadachina, no dudaría en ensartar a sus contrincantes si muchas veces humillarlos no bastara.

Tienen su historia, claro. No están por azar en esto.
Él vivía en su mundo, un mundo aparentemente atascado en nuestro medievo, dónde la magia tenía un lugar eminente, un aventurero más que buscaba fortuna de pueblo en pueblo, aprendiendo sobre aquellas gentes extrañas que habitaban más allá de la linde de su amado bosque.
Un día, apareció el Mal, más allá de las montañas, y desplegó su sombra por todas aquellas tierras. Mientras los ejércitos se desangraban en cruentas batallas, derrotadas sistemáticamente las fuerzas del bien, un anciano mago supo de la existencia de un objeto, un objeto de tal poder que su poseedor vencería cualquier contienda. Un objeto que se hallaba en posesión del Enemigo, y cuya posesión era prioritaria. Se formó un pequeño grupo de élite, que tras mil peripecias, y habiendo sobrevivido únicamente dos miembros, un joven hechicero y él, consiguió el objeto. Pero tuvo un sueño, un sueño en el que alguien demasiado parecido a su compañero lo prevenía: Aquello sólo cabía ser destruido, y le dijo cómo, y dónde. Lo contó a su amigo y lo llevaron al lugar dónde debía ser eliminado, una insondable sima. Pero su compañero cedió ante la corrupción que emanaba de aquello, quiso quedárselo y él, decidido, cegado, se abalanzó sobre él y ambos cayeron.
Pero la sima no era más que un portal a lo desconocido, a los miles de mundos posibles. Él despertó en el frío suelo de este mundo absurdo, lejos de sus amados bosques, hace ya muchos, muchos años. Buscó refugio en lugares deshabitados, robando algo de comida de tanto en tanto. Viajó, y viajó, y, mientras tanto, aprendía de las gentes de este mundo absurdo habitado por una sola raza. Aprendió a ocultar sus orejas puntiagudas, a mezclarse entre ellos, a hablar su idioma, a quererlos poco a poco, aunque con reservas. Vio sus bondades y sus injusticias, su bien y su mal, vio como las ciudades crecían y crecían y los bosques menguaban y menguaban. Exiliado de su mundo, sin saber si volvería, y que encontraría si un día lo hiciera, decidió intentar adaptarse y se instaló en una de esas ciudades, pero muchas veces, por las noches, salía al monte, al campo, a correr como corrió por su mundo arbolado, a seguir practicando con su viejo arco. Una de ellas, al volver, escuchó discutir a una chica pedir socorro. Acudió raudo, ella estaba rodeada de fornidos hombres armados con palos y barras. Él se acercó silencioso, tensó el arco y...

                                                             

Cuando todo había acabado, ella se levantó y se sacudió el polvo. Pidió disculpas, era su primera noche, decía. Vestía de forma extraña, cómo hacía siglos que él no había visto. Ella recogió una antigua espada y quiso presentarse, pero desfalleció. No tuvo otra idea que llevarla a su casa, pues él nunca había precisado cuidados médicos en aquél mundo extraño.

Mientras convalecía, le contó su historia.

Su familia, de siempre, había sido rica, muy rica. Ella había tenido de todo cuánto quisiera, cuándo quisiera, dónde quisiera. Pero nunca había querido, realmente, nada. Todo eran caprichos pasajeros, todo vacío.
Hasta que un día, casi por casualidad, encontró un viejo arcón, y dentro, una vieja espada, muy, muy vieja, grabada con el escudo de su familia.
Y tuvo el capricho de saber usarla. Así que le pagaron los mejores profesores en las mejores academias, pero ella no aprendía. No sabía aprender, no estaba acostumbrada a ser ella quién recibiera órdenes. Pero podría... tenía talento, le decían.
Fue por casualidad. Volvía una noche de otra academia cuándo tropezó con un anciano. No sabe cómo, la funda se soltó, y la espada acabó rodando por el suelo. El viejo miró el arma, la reconoció, y con movimientos sorprendentemente ágiles, la recogió del suelo antes que ella e hizo un par de fintas que nunca antes había visto. Luego, disculpándose, le devolvió el arma.

Así que ella siguió al pobre señor hasta que éste llegó al portal de su miserable casa pidiéndole que le enseñara, que tenía dinero, que aprendería, que le pagaría lo que fuera, que le daría lo que quisiera, a él o a cualquiera de su familia, a quién el qusiera. Entonces el anciano se giró.
Y empezaron las lecciones poco después. Mientras tanto, en el barrio del anciano empezó la rehabilitación de un destaratalado edificio que serviría para acoger a muchos sin techo de la zona.
Entonces, ella aprendió.
No sabía si era por la infinita paciencia de su instructor, o porque no solo le enseñaba esgrima, le enseñaba a ver el mundo tal como era, tal como él lo había visto. Ella estuvo en sitios que ni sabía que existían, viendo a gente que no tenía nada, menos que nada, y vivían. Aprendió a que había otros seres humanos más allá.
Poco a poco, se hizo toda una experta, pero a la vez, comenzó a acudir a ese diminuto centro social, y a servir ella la comida, a hablar con aquella gente. También leyó, y vió películas, tantas que al final tenía que contenerse para no decir aquello del todos para uno.
Un día que acudía a una de sus lecciones, vio a unos cuantos jóvenes golpear a alguien, les gritó, la miraron y pudo reconocerlos. Todos, todos y cada uno, hijo de un amigo de su familia, o familiar, o antiguo amigo suyo. Sus caras deformadas por el odio la miraron. Sacaron unas navajas. Ella no tuvo otra idea que desenvainar...
Minutos después, cuándo ellos se retorcían en el suelo, todos sangrando pero sin ninguna herida mortal, ella se acercó a la víctima de la paliza. Era su mentor. Él musitó una especie de agradecimiento y cayó en un coma del que todavía no ha despertado, aunque ella lo visita todos los días, y, de tanto en tanto, va a echarle un vistazo a la casa. Uno de esos días se fijó en un sobre. Llevaba su nombre, y contenía una dirección, y una llave. Era de una especie de trastero. Dentro solo había un viejo disfraz de mosquetera, pero tan, tan real. Cuándo se lo probó, le vino una idea a la cabeza...

Así que tras su primer intento de noche de aventuras y deshacer entuertos, aquél chico tan terriblemente guapo, vestido más raro aún que ella, de gestos tan armoniosos, de voz tan suave, le tendía la mano, sintió que tal vez no hubiese sido de todo un fracaso.

                  

jueves, 7 de julio de 2011

Mientras tanto, en otro lugar...

En lo más bajo de los barrios bajos, en lo más hondo de los bajos fondos, donde la vida vale menos que la bala que la termina, donde la palabra humanidad hace tiempo que no se pronuncia, empieza a correr una leyenda:

Siempre de noche, siempre en la oscuridad, siempre a los peores, los más malvados, los más duros. Aparece y hace una oferta que muy, muy pocos rechazan.

Y así, poco a poco, en lo más bajo de la noche, entre gritos y estertores, se va formando un ejército.

Creadores de dioses

Si le preguntas a cualquiera de ellos, te dirá que al principio de todo estaba él, a lo sumo, algún antecesor o pariente cercano, que de buenas a primeras, y sin razón aparente, empezó a crear cosas. Pero no es cierto. Nadie, ni siquiera el más sabio de ellos, tiene demasiada idea acerca de que había antes... Y mucho menos el vulgar humano.

Lo que sí que saben, o al menos recuerdan los más viejos del lugar, es que los humanos tenían miedo. Aquellas bolas de pelo que acababan de obtener el pulgar prénsil y perder la cola empezaban a hacerse preguntas que el instinto no sabía responder, a necesitar pequeñas, o inmensas, ayudas en la ardua tarea de sobrevivir sin tener un cuerpo especialmente adaptado para casi nada. Conseguir refugio, una buena caza, sobrevivir un día más.
Y allí estaban ellos, para ayudarles. No saben cómo nacieron, tal vez eran ya parte del planeta, tal vez, anomalías, tal vez exiliados de otros mundos, tal vez los crearon los mismos anhelos de aquellos primates. Pero allí estaban. Como podían, les acercaban una pieza, o les llevaban un olor. De alguna manera, aquello los hacía más fuertes. Así, podían acercar piezas mayores, o provocar pequeños incendios que regalaban el valioso fuego, favorecer el crecimiento de buenos frutos o plagar el suelo de señales hacia una cercana cueva.
A su vez, aquellos homínidos empezaron a frecuentar lugares favorables, a ponerles nombre, a hacerles pequeños regalos a cambio. Y aquellos seres, invisibles a los humanos, fueron creciendo, y en torno a ellos surgieron ciudades que sólo ellos podían ver, y reinos, y mundos que crecían y crecían a medida que los hombres creían y creaban, que poblaban con su imaginación aquellos lugares donde vivían sus benefactores, y con otros seres iguales, que poco a poco habían obtenido esencia al especializarse en cierto tipo de favores, y todos, seguros en sus planos invisibles, acumulaban poder y más poder, y se formaron familias, y clanes, y algunos caminaron por la tierra y se emparentaron con humanos, cuyos hijos no hacían si no hacer crecer su leyenda. Cada uno, a su manera, encontró la manera de comunicarse con sus fieles, de concederles deseos, incluso hubo quién se autoproclamó legislador o dueño y señor de su parte de la humanidad.

Mientras, la humanidad se desperdigaba, poco a poco, por el mundo, y en cada sitio iban, poco a poco, surgiendo los nuevos dioses.

Pero un día, un humano descubrió que él solo podía hacer fuego, que no necesitaba pedírselo a nadie, que no necesitaba largas guardias para mantenerlo, que, para eso, ya no necesitaría a nadie.

Y los dioses comprendieron que un día ya nadie los necesitaría. O casi nadie, porque había preguntas eternas, miedos eternos.

Y estalló la guerra en los cielos. Por algunos puñados de creyentes, los dioses pelearon entre ellos, entre reinos, en cruentas guerras civiles. Hubo guerra en sus mundos y hubo guerra en este mundo, miles de humanos masacrados por que aquél que los hacía especiales prevaleciera.
Reinos humanos y divinos cayeron y se levantaron en una vorágine de sangre y muerte. Pero nunca un dios llegó a morir del todo, siempre alguien, algún anciano, lo recordaba, y transmitía el secreto a sus hijos y a sus nietos, y éstos, aun invadidos, recordaban.

Dioses nacieron a la eternidad y dioses se hundieron en el olvido mientras el ser humano, un poquito cada día, los iba necesitando menos, y menos.

Y los dioses supieron que si seguían batallando, al final nadie prevalecería, por que no quedaría nadie que los necesitara. Fueron entonces tiempos de conferencias y parlamentos, aunque también de traiciones y escaramuzas en las fronteras.

Entre todos, o entre todos los que se conocían, pues allá donde hubiera humanidad habría dioses, algunos tan lejanos que se tardarían siglos en encontrar, tomaron una decisión drástica. Su alimento, su esencia misma, era la fe de las personas. Pero cada vez había más personas y menos fe, y más hartazgo de batallas y matanzas, pues, aunque los dioses nunca morían del todo, los humanos sí, o al menos, una gran parte de ellos. Si alguna parte sobrevivía, ni los mismos dioses lo sabían y cada cuál inventaba una respuesta que se adecuara al espíritu de sus seguidores. Así que, simplemente, decidieron administrar la fe en lugar de a los humanos. Se retirarían a sus hogares, no batallarían, y vivirían un lento ocaso que tal vez durase eones, seguros que más que la humanidad misma, o tal vez se extinguirían con ella. Decidieron unirse y presentarse a los humanos como un único ser con mil caras, como un dios único que fuera, a la vez, todos los dioses.

Pero tuvieron que ponerle cara. Entre ellos había uno, en tiempos tan iracundo que su reino sufrió una cruenta rebelión, el único que había perdido un hijo entre los humanos, un hijo que había enviado y que, enamorado de la especie, había preferido sacrificarse si con eso los dioses dejaban en paz a los habitantes de la tierra. Ahora, el padre se había vuelto taciturno, consciente de aquel sacrificio, y consciente de que lo que había predicado su hijo lo habría hecho su digno sustituto... si hubiera vivido. Y él fue el elegido. Poco a poco, debate a debate, modificando las palabras, los ritos, tomándolos como propios, inventando nombres nuevos, se estableció una sutil red. Qué importaba si alguien, estremecido ante el trueno, se encomendara a uno u otro nombre, en lo más profundo, sabía a quién hacerlo. Qué importaba que tal rito celebrase el nacimiento de un dios, o de un hombre, o tal festividad a uno u otro el recuerdo de los muertos, fe era, al fin y al cabo, y tan preciada por todos que ya no cabian disputas por esas migajas.
Se descubrieron nuevos dioses en nuevas tierras, y hubo nuevas guerras, pero poco a poco, la gran confederación de dioses que era el dios único fue asimilando a la mayoría, respetando a aquellos que no quisieron, y aunque hubo guerras entre los hombres en nombre de los dioses, poco, o nada tuvieron que ver éstos con aquellas.

Y así pasaron los siglos, hasta que un día, la humanidad completa volvió a sentir miedo. Un miedo ancestral, que llamaba a sus instintos como especie. La humanidad, en lento camino, había adquirido el poder terrible de extinguirse a sí misma. Y necesito algo, algo a lo que aferrarse, no como seres humanos, algo a lo que aferrarse como humanidad.

Entonces, los dioses, que habían vegetado en sus reinos de más allá de ese plano, volvieron a mirar a los humanos, y algunos volvieron a caminar entre ellos. Algunos, para intentar ayudarlos, o simplemente hacerlos sentir acompañados, pero otros, cargados de viejos rencores, todavía con esperanzas podridas y recuerdos de glorias pasadas, regresaron a los humanos con afán de guerra y conquista.



Qué jodido el tipo éste, que me ha robado la idea con carácter retroactivo.

Mundo mutante

Han estado entre nosotros desde que empezó la humanidad misma. De hecho, esta versión del ser humano no es más que una mutación que prosperó. Se les ha llamado brujos, poseídos, se les ha perseguido desde siempre, pero siempre han estado aquí, entre nosotros, con nosotros.

Pero hijos del átomo, de la contaminación, de la comida basura, o simplemente, primeros especímenes del siguiente paso en la evolución humana, desde mediados del siglo XX su número parece aumentar exponencialmente.

Siempre, o casi siempre para ser más precisos, sus nuevas capacidades se manifiestan en la adolescencia. Y, como adolescentes, están perdidos. Algunos se esconden en sus casas, temerosos de que el mundo los descubra, de usar inadecuadamente unos poderes que no eligieron y que probablemente nunca controlarán.
Otros, discretamente, se valen de esos mismos poderes para hacerse la vida un poco más fácil.
Algunos de ellos los usan abiertamente para su beneficio personal y unos cuantos para intentar ayudar a los demás. Algunos creen que sólo ellos prevalecerán, y se esfuerzan en demostrarlo, y otros que el planeta es suficientemente grande para todos.

Luego está la gente normal, la humanidad de toda la vida. Y también hay de todo. Quiénes no ven con muy buenos ojos que su vecino les pueda leer el pensamiento o moverles el coche únicamente con desearlo, quienes se sienten amenazados por esa gente rara que viene a quitarles el puesto de reyes de la creación, quiénes ya odiaban antes a los diferentes y no les cuesta nada añadir un grupo más, quiénes simplemente desconfian de lo nuevo, quiénes los consideran contagiosos apestados, quiénes sólo ven un nuevo y selecto grupo de ratones de laboratorio o una manera de hacer dinero rápido y seguro.

Claro que también hay quién los entiende, o eso dice, quién los apoya y cree que en la diferencia está la riqueza, quién se acerca a ellos por altruismo hacia esa gente perdida en un mundo que no está hecho para ellos o por pura envidia de unos poderes que en secreto desean, quiénes consideran que trabajando en armonía el futuro puede ser brillante y quiénes quieren tener amigos superpoderosos por si acaso. Quiénes sienten lástima y quiénes no dejan de ser amigos de sus amigos, aunque ahora vuelen.

Aunque claro, cómo mejor se apoyan es entre ellos mismos. Al fin y al cabo, es difícil de explicar qué se siente, cuándo, de repente, puedes calentarte la pizza con el pensamiento. Por eso se juntan. Para hablar de sus cosas, para defenderse de quienes los odián o para atacarlos. Pero, sobre todo, para no sentirse bichos raros.

Porque ser un súper mola, pero mola si eres un dios y eres capaz de reventar el planeta con un gesto, o te puedes permitir una súper armadura, o vienes de otro planeta o algo así... Pero encontrarte con poderes así, de la noche a la mañana, cuándo ayer eras únicamente otro saco de dudas y granos que arrastraba la mochila por el instituto, pues cómo que no. Porque si apenas sabes explicar por qué te levantas con una voz diferente cada mañana, menos vas a saber la cantidad de frío a aplicar para no congelar el refresco del botellón.

Porque luego creces y todo el mundo supone que se te han ido las dudas de por qué tú tuviste que nacer así, de entre miles de millones de personas.
Pero no y lo sabes, aunque disimules, aunque esos miles de personas no se den cuenta.

¿Y qué opina el gobierno de todo ésto?

Pues... depende del gobierno. En ciertos países, ser mutante es tan delito como ser homosexual, y tienen la misma condena. Afortunadamente, son los menos. En otros, hay agencias oficiales, públicas que atienden la problemática y secretas que se encargan del problema. En la mayoría, no saben muy bien que hacer, ya bastante tienen con todo lo demás. Algunos ven una oportunidad, y los animan a trabajar con ellos, o para ellos y se esfuerzan en ingeniar maneras de que sean, de alguna manera, útiles a la sociedad. Algunos ven un problema y dejan que sean los mismos mutantes los que se las arreglen sólos, siempre que no molesten. Algunos los animan a formar parte de los cuerpos de seguridad y otros han formado un cuerpo de seguridad para defenderse de ellos. Algunos gobiernos tienen mutantes entre sus componentes y otros... también, pero no lo saben.

Y ahí andan, bichos raros buscando un lugar en el mundo, sin saber muy bien qué hacer con su vida, como el resto de mortales, con la ventaja, o desventaja, de que pueden, o podrían, remoledar todo el mundo conocido con tal vez demasiada facilidad.