viernes, 8 de julio de 2011

Noches de la ciudad

De alguna manera, a veces actúan juntos. Él es silencioso, escurridizo, distante. Usa su arco con maestría y es capaz de derrotar él sólo a multitud de enemigos. Lleva el pelo largo, y se diría que viste al estilo medieval. Ella es dicharachera, vivaz, con la réplica inteligente siempre en la boca, vestida como huida de los mosqueteros del rey. Hábil espadachina, no dudaría en ensartar a sus contrincantes si muchas veces humillarlos no bastara.

Tienen su historia, claro. No están por azar en esto.
Él vivía en su mundo, un mundo aparentemente atascado en nuestro medievo, dónde la magia tenía un lugar eminente, un aventurero más que buscaba fortuna de pueblo en pueblo, aprendiendo sobre aquellas gentes extrañas que habitaban más allá de la linde de su amado bosque.
Un día, apareció el Mal, más allá de las montañas, y desplegó su sombra por todas aquellas tierras. Mientras los ejércitos se desangraban en cruentas batallas, derrotadas sistemáticamente las fuerzas del bien, un anciano mago supo de la existencia de un objeto, un objeto de tal poder que su poseedor vencería cualquier contienda. Un objeto que se hallaba en posesión del Enemigo, y cuya posesión era prioritaria. Se formó un pequeño grupo de élite, que tras mil peripecias, y habiendo sobrevivido únicamente dos miembros, un joven hechicero y él, consiguió el objeto. Pero tuvo un sueño, un sueño en el que alguien demasiado parecido a su compañero lo prevenía: Aquello sólo cabía ser destruido, y le dijo cómo, y dónde. Lo contó a su amigo y lo llevaron al lugar dónde debía ser eliminado, una insondable sima. Pero su compañero cedió ante la corrupción que emanaba de aquello, quiso quedárselo y él, decidido, cegado, se abalanzó sobre él y ambos cayeron.
Pero la sima no era más que un portal a lo desconocido, a los miles de mundos posibles. Él despertó en el frío suelo de este mundo absurdo, lejos de sus amados bosques, hace ya muchos, muchos años. Buscó refugio en lugares deshabitados, robando algo de comida de tanto en tanto. Viajó, y viajó, y, mientras tanto, aprendía de las gentes de este mundo absurdo habitado por una sola raza. Aprendió a ocultar sus orejas puntiagudas, a mezclarse entre ellos, a hablar su idioma, a quererlos poco a poco, aunque con reservas. Vio sus bondades y sus injusticias, su bien y su mal, vio como las ciudades crecían y crecían y los bosques menguaban y menguaban. Exiliado de su mundo, sin saber si volvería, y que encontraría si un día lo hiciera, decidió intentar adaptarse y se instaló en una de esas ciudades, pero muchas veces, por las noches, salía al monte, al campo, a correr como corrió por su mundo arbolado, a seguir practicando con su viejo arco. Una de ellas, al volver, escuchó discutir a una chica pedir socorro. Acudió raudo, ella estaba rodeada de fornidos hombres armados con palos y barras. Él se acercó silencioso, tensó el arco y...

                                                             

Cuando todo había acabado, ella se levantó y se sacudió el polvo. Pidió disculpas, era su primera noche, decía. Vestía de forma extraña, cómo hacía siglos que él no había visto. Ella recogió una antigua espada y quiso presentarse, pero desfalleció. No tuvo otra idea que llevarla a su casa, pues él nunca había precisado cuidados médicos en aquél mundo extraño.

Mientras convalecía, le contó su historia.

Su familia, de siempre, había sido rica, muy rica. Ella había tenido de todo cuánto quisiera, cuándo quisiera, dónde quisiera. Pero nunca había querido, realmente, nada. Todo eran caprichos pasajeros, todo vacío.
Hasta que un día, casi por casualidad, encontró un viejo arcón, y dentro, una vieja espada, muy, muy vieja, grabada con el escudo de su familia.
Y tuvo el capricho de saber usarla. Así que le pagaron los mejores profesores en las mejores academias, pero ella no aprendía. No sabía aprender, no estaba acostumbrada a ser ella quién recibiera órdenes. Pero podría... tenía talento, le decían.
Fue por casualidad. Volvía una noche de otra academia cuándo tropezó con un anciano. No sabe cómo, la funda se soltó, y la espada acabó rodando por el suelo. El viejo miró el arma, la reconoció, y con movimientos sorprendentemente ágiles, la recogió del suelo antes que ella e hizo un par de fintas que nunca antes había visto. Luego, disculpándose, le devolvió el arma.

Así que ella siguió al pobre señor hasta que éste llegó al portal de su miserable casa pidiéndole que le enseñara, que tenía dinero, que aprendería, que le pagaría lo que fuera, que le daría lo que quisiera, a él o a cualquiera de su familia, a quién el qusiera. Entonces el anciano se giró.
Y empezaron las lecciones poco después. Mientras tanto, en el barrio del anciano empezó la rehabilitación de un destaratalado edificio que serviría para acoger a muchos sin techo de la zona.
Entonces, ella aprendió.
No sabía si era por la infinita paciencia de su instructor, o porque no solo le enseñaba esgrima, le enseñaba a ver el mundo tal como era, tal como él lo había visto. Ella estuvo en sitios que ni sabía que existían, viendo a gente que no tenía nada, menos que nada, y vivían. Aprendió a que había otros seres humanos más allá.
Poco a poco, se hizo toda una experta, pero a la vez, comenzó a acudir a ese diminuto centro social, y a servir ella la comida, a hablar con aquella gente. También leyó, y vió películas, tantas que al final tenía que contenerse para no decir aquello del todos para uno.
Un día que acudía a una de sus lecciones, vio a unos cuantos jóvenes golpear a alguien, les gritó, la miraron y pudo reconocerlos. Todos, todos y cada uno, hijo de un amigo de su familia, o familiar, o antiguo amigo suyo. Sus caras deformadas por el odio la miraron. Sacaron unas navajas. Ella no tuvo otra idea que desenvainar...
Minutos después, cuándo ellos se retorcían en el suelo, todos sangrando pero sin ninguna herida mortal, ella se acercó a la víctima de la paliza. Era su mentor. Él musitó una especie de agradecimiento y cayó en un coma del que todavía no ha despertado, aunque ella lo visita todos los días, y, de tanto en tanto, va a echarle un vistazo a la casa. Uno de esos días se fijó en un sobre. Llevaba su nombre, y contenía una dirección, y una llave. Era de una especie de trastero. Dentro solo había un viejo disfraz de mosquetera, pero tan, tan real. Cuándo se lo probó, le vino una idea a la cabeza...

Así que tras su primer intento de noche de aventuras y deshacer entuertos, aquél chico tan terriblemente guapo, vestido más raro aún que ella, de gestos tan armoniosos, de voz tan suave, le tendía la mano, sintió que tal vez no hubiese sido de todo un fracaso.

                  

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