jueves, 7 de julio de 2011

Creadores de dioses

Si le preguntas a cualquiera de ellos, te dirá que al principio de todo estaba él, a lo sumo, algún antecesor o pariente cercano, que de buenas a primeras, y sin razón aparente, empezó a crear cosas. Pero no es cierto. Nadie, ni siquiera el más sabio de ellos, tiene demasiada idea acerca de que había antes... Y mucho menos el vulgar humano.

Lo que sí que saben, o al menos recuerdan los más viejos del lugar, es que los humanos tenían miedo. Aquellas bolas de pelo que acababan de obtener el pulgar prénsil y perder la cola empezaban a hacerse preguntas que el instinto no sabía responder, a necesitar pequeñas, o inmensas, ayudas en la ardua tarea de sobrevivir sin tener un cuerpo especialmente adaptado para casi nada. Conseguir refugio, una buena caza, sobrevivir un día más.
Y allí estaban ellos, para ayudarles. No saben cómo nacieron, tal vez eran ya parte del planeta, tal vez, anomalías, tal vez exiliados de otros mundos, tal vez los crearon los mismos anhelos de aquellos primates. Pero allí estaban. Como podían, les acercaban una pieza, o les llevaban un olor. De alguna manera, aquello los hacía más fuertes. Así, podían acercar piezas mayores, o provocar pequeños incendios que regalaban el valioso fuego, favorecer el crecimiento de buenos frutos o plagar el suelo de señales hacia una cercana cueva.
A su vez, aquellos homínidos empezaron a frecuentar lugares favorables, a ponerles nombre, a hacerles pequeños regalos a cambio. Y aquellos seres, invisibles a los humanos, fueron creciendo, y en torno a ellos surgieron ciudades que sólo ellos podían ver, y reinos, y mundos que crecían y crecían a medida que los hombres creían y creaban, que poblaban con su imaginación aquellos lugares donde vivían sus benefactores, y con otros seres iguales, que poco a poco habían obtenido esencia al especializarse en cierto tipo de favores, y todos, seguros en sus planos invisibles, acumulaban poder y más poder, y se formaron familias, y clanes, y algunos caminaron por la tierra y se emparentaron con humanos, cuyos hijos no hacían si no hacer crecer su leyenda. Cada uno, a su manera, encontró la manera de comunicarse con sus fieles, de concederles deseos, incluso hubo quién se autoproclamó legislador o dueño y señor de su parte de la humanidad.

Mientras, la humanidad se desperdigaba, poco a poco, por el mundo, y en cada sitio iban, poco a poco, surgiendo los nuevos dioses.

Pero un día, un humano descubrió que él solo podía hacer fuego, que no necesitaba pedírselo a nadie, que no necesitaba largas guardias para mantenerlo, que, para eso, ya no necesitaría a nadie.

Y los dioses comprendieron que un día ya nadie los necesitaría. O casi nadie, porque había preguntas eternas, miedos eternos.

Y estalló la guerra en los cielos. Por algunos puñados de creyentes, los dioses pelearon entre ellos, entre reinos, en cruentas guerras civiles. Hubo guerra en sus mundos y hubo guerra en este mundo, miles de humanos masacrados por que aquél que los hacía especiales prevaleciera.
Reinos humanos y divinos cayeron y se levantaron en una vorágine de sangre y muerte. Pero nunca un dios llegó a morir del todo, siempre alguien, algún anciano, lo recordaba, y transmitía el secreto a sus hijos y a sus nietos, y éstos, aun invadidos, recordaban.

Dioses nacieron a la eternidad y dioses se hundieron en el olvido mientras el ser humano, un poquito cada día, los iba necesitando menos, y menos.

Y los dioses supieron que si seguían batallando, al final nadie prevalecería, por que no quedaría nadie que los necesitara. Fueron entonces tiempos de conferencias y parlamentos, aunque también de traiciones y escaramuzas en las fronteras.

Entre todos, o entre todos los que se conocían, pues allá donde hubiera humanidad habría dioses, algunos tan lejanos que se tardarían siglos en encontrar, tomaron una decisión drástica. Su alimento, su esencia misma, era la fe de las personas. Pero cada vez había más personas y menos fe, y más hartazgo de batallas y matanzas, pues, aunque los dioses nunca morían del todo, los humanos sí, o al menos, una gran parte de ellos. Si alguna parte sobrevivía, ni los mismos dioses lo sabían y cada cuál inventaba una respuesta que se adecuara al espíritu de sus seguidores. Así que, simplemente, decidieron administrar la fe en lugar de a los humanos. Se retirarían a sus hogares, no batallarían, y vivirían un lento ocaso que tal vez durase eones, seguros que más que la humanidad misma, o tal vez se extinguirían con ella. Decidieron unirse y presentarse a los humanos como un único ser con mil caras, como un dios único que fuera, a la vez, todos los dioses.

Pero tuvieron que ponerle cara. Entre ellos había uno, en tiempos tan iracundo que su reino sufrió una cruenta rebelión, el único que había perdido un hijo entre los humanos, un hijo que había enviado y que, enamorado de la especie, había preferido sacrificarse si con eso los dioses dejaban en paz a los habitantes de la tierra. Ahora, el padre se había vuelto taciturno, consciente de aquel sacrificio, y consciente de que lo que había predicado su hijo lo habría hecho su digno sustituto... si hubiera vivido. Y él fue el elegido. Poco a poco, debate a debate, modificando las palabras, los ritos, tomándolos como propios, inventando nombres nuevos, se estableció una sutil red. Qué importaba si alguien, estremecido ante el trueno, se encomendara a uno u otro nombre, en lo más profundo, sabía a quién hacerlo. Qué importaba que tal rito celebrase el nacimiento de un dios, o de un hombre, o tal festividad a uno u otro el recuerdo de los muertos, fe era, al fin y al cabo, y tan preciada por todos que ya no cabian disputas por esas migajas.
Se descubrieron nuevos dioses en nuevas tierras, y hubo nuevas guerras, pero poco a poco, la gran confederación de dioses que era el dios único fue asimilando a la mayoría, respetando a aquellos que no quisieron, y aunque hubo guerras entre los hombres en nombre de los dioses, poco, o nada tuvieron que ver éstos con aquellas.

Y así pasaron los siglos, hasta que un día, la humanidad completa volvió a sentir miedo. Un miedo ancestral, que llamaba a sus instintos como especie. La humanidad, en lento camino, había adquirido el poder terrible de extinguirse a sí misma. Y necesito algo, algo a lo que aferrarse, no como seres humanos, algo a lo que aferrarse como humanidad.

Entonces, los dioses, que habían vegetado en sus reinos de más allá de ese plano, volvieron a mirar a los humanos, y algunos volvieron a caminar entre ellos. Algunos, para intentar ayudarlos, o simplemente hacerlos sentir acompañados, pero otros, cargados de viejos rencores, todavía con esperanzas podridas y recuerdos de glorias pasadas, regresaron a los humanos con afán de guerra y conquista.



Qué jodido el tipo éste, que me ha robado la idea con carácter retroactivo.

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